Mozambique fue el segundo país africano que visité tras 7 meses en Mayotte y uno más en Madagascar…
Mi llegada no pudo empezar peor, pues al aterrizar en el aeropuerto de Maputo desde Antananarivo (Madagascar) me perdieron la maleta. Era ya de noche y todo estaba cerrado. Además, mi única tarjeta de crédito no me permitía sacar dinero.
Me vi obligado a pasar la noche en la terminal y a dormir sobre el frío mármol del lugar, ya que era el único lugar seguro que se me ocurrió. Por suerte, por la mañana llegó mi maleta y, con ella, mi otra tarjeta de crédito, que sí me dejaba sacar efectivo. ¡Bufff! Por un unas horas pensé que mi viaje se iba a ir al traste.
Tras aquel pequeño percance pude seguir mi ruta normalmente y durante un mes recorrí Mozambique entero, de sur a norte. El trayecto estuvo lleno de aventuras y anécdotas. Y, como no, de momentos buenos y malos. De hecho, de esto trata el artículo de hoy, de mi mejor y mi peor experiencia en el país, así que, aquí te dejo con un par de historias de la vieja.
Contents
1. El ascenso a la montaña de la reina de Namuli: mi mejor experiencia
Ésta fue mi mejor experiencia en el país o, por lo menos, la más curiosa y surrealista de todas. Tuvo lugar cerca de Gurué, un pequeño pueblo del interior.
Gurué no es muy turístico que digamos, sin embargo, resulta estéticamente precioso, además de muy limpio. De hecho, fue el primer lugar de Mozambique donde vi papeleras. En el centro del pueblo no había mucho que ver, aparte del mercado y un precioso lago rodeado de casitas. Sin embargo, el mayor atractivo de Gurué reside en su belleza natural, especialmente en las cordilleras montañosas que se divisan a lo lejos y en las vastas extensiones de plantaciones de té que lo rodean.
El mismo día de mi llegada me dediqué a caminar por dichas plantaciones hasta que sol se puso mientras me cruzaba con multitud de lugareños, muchos más abiertos y acogedores que en otras regiones del país. Todo el mundo me daba las buenas tardes, y los niños se dirigían a mí con su inglés escolar hasta que les respondía en portugués, momento en que se quedaban pasmados al ver que un forastero dominaba su idioma.

El pueblo de Gurué
1.1. Los preparativos de una aventura surrealista
Al día siguiente estuve hablando con Peter, el gerente de mi pensión. El hombre, un fornido austríaco de unos sesenta años de edad era arquitecto de formación, aunque con el tiempo se convirtió en un maestro en terapias alternativas como la acupresión, la reflexología y la espinología. Su vida dio un vuelco cuando uno de sus alumnos le animó a que fuese a África para colaborar con una ONG. Al final terminó en Gurué, donde fundó su pensión, se casó con una joven mozambiqueña y siguió colaborando en proyectos de desarrollo comunitario.
La conversación acabo derivando en cómo ascender al pico más alto de la región, el monte Namuli (2.419m). Según me contó, para poder subir ahí arriba, había que reunirse con el régulo (jefe) de la región, hacerle unos regalos y realizar un ritual. El problema era que dicho jefe había sido recientemente sustituido por una rainha (reina o jefa) que había decidido aumentar el “peaje” de acceso.
Tanta parafernalia despertó aún más mi interés, así que Peter hizo venir a Gerimule, un joven estudiante del pueblo, para que fuera mi guía. Inicialmente, el chico no quería acompañarme, porque la última vez que fue no le gustó el ambiente y tuvo miedo, ya que la nueva rainha, según me dijo, era mala gente y hacía rituales de brujería. Yo me olí que el problema real era de tipo económico, pues sabía que el chaval cobraba unos 140 meticales (3,5 euros) por dos días, lo que suele cobrar un albañil en Mozambique.
Efectivamente, cuando le propuse pagarle 500 meticales, su cara cambio de expresión y acabamos llegando a un acuerdo por 600 (15 Euros). Seguidamente, fuimos juntos al mercado a comprar comida para dos días y cargamos las alforjas con todo lo necesario para complacer a la rainha y realizar el ritual de ascenso a la montaña. Consideramos que habría suficiente con 2kg de harina, 2kg de arroz, 1kg de azúcar, dos botellas de whisky y medio kilo de pescado seco, cosas que no abundan en las montañas. Me gasté el equivalente a 12,5 euros en total.

Comprando harina para satisfacer a la rainha del Monte Namuli
1.2. El ascenso al monte Namuli
Salimos de Gurué con la luz del alba, cerca de las 7h de la mañana, a través de sus campos de té que, combinados con la niebla que había en aquel momento, le daban al paisaje un aire siniestro. Para acceder al sendero que conducía a la aldea de la rainha del monte Namuli tuvimos que cruzar un río saltando de piedra en piedra. Durante los brincos, un mal gesto unido al peso que llevaba en la espalda, hicieron que patinara y ¡Zaaas! Me fui al agua con la mochila incluida. Por suerte, había poca profundad y llevaba una cobertura de plástico que impidió que la mochila se mojase. Sin embargo, tuve que continuar con los pies completamente empapados.

Las plantaciones de té de Gurué cubiertas de niebla, al alba
El trayecto trascurría fundamentalmente al lado del río y pasaba por zonas de cultivo. El paisaje no era especialmente bello, pues la vegetación primaria había sido quemada y sustituida por plantaciones, aunque las sinuosas montañas que se avistaban desde la distancia ayudaban a embellecer las vistas. El resto de la ruta transcurrió sin problemas y, tras siete horas de caminata, 40km recorridos y una pequeña pausa para comer, llegamos a la aldea del monte Namuli.
Una vez allí, fuimos recibidos con una esterilla para dejar las mochilas y un par de sillas. Nos sentamos y jugamos un poco con los niños, aunque siempre desde la distancia, porque tenían miedo de mí y ni si quiera se atrevían a darme la mano. Luego me dirigí hacia la rainha para presentarme y ofrecerle mis regalos, tras lo cual Gerimule empezó a negociar con ella el precio que deberíamos pagar por subir a su montaña.

La reina o rainha de la aldea del Monte Namulí y su prole
Inicialmente nos pidió 900 meticales, aunque finalmente la negociación terminó en 700 (17 euros). Una vez llegado a un acuerdo, fuimos ubicados en una pequeña caseta de paja y barro, donde nos pusieron un par de esterillas para dormir y nos prepararon una hoguera para combatir el intenso frío de la noche. Por último, antes de intentar dormir fuimos visitados por todos los niños del pueblo, que se conformaban con entrar a nuestros aposentos y mirarnos fijamente durante un rato antes de irse de vuelto a su choza.
A la salida del sol, aún con el frío metido en el cuerpo, nos reunimos con la rainha para realizar el correspondiente ritual para apaciguar a los ancestros y permitir nuestro ascenso al monte Namuli que, con 2419m es el segundo pico más alto el país. La ceremonia empezó con unas oraciones pronunciadas por la matriarca en su dialecto local mientras sostenía con la mano dos platos y hacía pasar harina de un plato a otro. Seguidamente, nos echó algo de harina por encima y, para terminar, acabo dando un trago de whisky y escupiéndolo todo al aire. Hecho esto, obtuvimos el permiso de los ancestros y se nos fue asignado un joven guía de la aldea para que nos condujera a la cima.
Coronar el pico y volver al poblado requirió cinco horas de agotadora ruta a través de rocas escarpadas, fuertes pendientes y hierbas deslizantes que, en ocasiones, nos obligaron a trepar o caminar a gatas. La montaña en sí y los paisajes, no tenían nada de especial. No obstante, la experiencia de lidiar con aquel personaje y llevar a cabo toda la parafernalia del ritual es algo que jamás olvidaré.
A nuestra llegada la rainha nos ofreció un plato local a base de frijoles, hierbajos y harina con agua para recuperar fuerzas. La verdad es que era incomestible, pero hice el esfuerzo de comerme una parte para complacerla y evitar así que me echara un mal de ojo.
Tras aquel “delicioso” tentempié, Gerimule, visiblemente incómodo en aquel lugar, quiso volver rápidamente a casa, así que nos despedimos de la gente de la aldea y emprendimos el camino de vuelta a Gurué.
2. El tren del infierno: de Cuamba a Nampula en 2ª clase: mi peor pesadilla
Dos días después de mi paso por Gurué llegué a Cuamba, un pueblo bastante feúcho formado por unas cuantas calles polvorientas situadas en pleno del desierto. Me alojé en la Pensão Sobral, un cuchitril ubicado en medio de un descampado lleno de chatarra que parecía más bien un cementerio de coches. Las habitaciones eran simples y feas, y los baños compartidos estaban tan sucios y destartalados que parecían sacados un refugio de montaña. Aún y así, decidí quedarme allí aquella noche; no me apetecía buscar nada más.
La única gestión útil que hice aquel día fue comprar los billetes de tren para Nampula, y aunque mi guía recomendaba ir en clase superior para disfrutar del trayecto, no había plazas hasta dentro de dos días. Y quedarme un día más allí no era una opción, así que tuve que comprarlas en segunda clase.
En aquel momento no era consciente de cuánto iba a lamentar aquella decisión.
Efectivamente, las once horas que pasé metido en ese tren fueron, sin duda, mi peor experiencia en Mozambique. 350km de puro sufrimiento.
Llegué a la estación a las 4:30h de la madrugada, mucho antes de la hora prevista de salida, pero, aún y así, me topé con colas inmensas y con que todos los vagones estaban ya ocupados. Por suerte, a última hora, un pasajero se movió de su asiento y pude sentarme en uno de los bancos acompañado de tres niños a mi lado. En frente de mí, tres adultos más junto a otro niño. Eran todos miembros de la misma familia.

El tren infernal de Cuamba a Nampula, lleno al…40%. Cuando llegó al 80% no tuve ni espacio ni energía para tomar más fotos
El tren salió a las 8h de la mañana, con un retraso de casi tres horas. El vagón estaba lleno, y a pesar que los bancos eran de madera maciza, de esos que empiezan a darte dolores en el trasero casi al instante, tuve la suerte de estar sentado y, por tanto, comenzar el trayecto de forma relativamente cómoda. Por lo que vi, el tren iba parando en todas las pequeñas estaciones, momento en que los vagones se convertían en grandes mercados ambulantes: la gente sacaba la cabeza por las ventanas y pedía lo que necesitaba a los vendedores ambulantes del exterior, que se las ingeniaban como podían, incluso con palos de madera, para hacer llegar la mercancía a sus clientes.
En las primeras paradas la gente compró tomates, pero no sólo unos cuantos kilos, sino cantidades industriales. Tantas, que tuvieron que empezar a colocar los sacos arriba, donde estaban ubicados los equipajes. Lógicamente, la compresión que sufrían las bolsas aplastó algunos tomates, haciendo que el jugo producido empezara a caer en forma de goteras sobre los pasajeros, incluyéndome a mí. Pero eso no era más que el principio: en cada estación seguían entrando más personas al vagón, que empezaba a estar lleno a rebosar. Y en cada nueva parada la gente seguía adquiriendo nuevos productos, como raíces de mandioca, cebollas, zanahorias, frijoles, plátanos, naranjas, pasteles o bocadillos. Parecía que aquel trayecto en tren, más que un medio de transporte, era un carrito de la compra gigante.
Para acabar de rematarlo, la familia con la que me sentaba llevaba consigo platos, ollas, cubiertos y todo lo necesario para darse un buen banquete. Acabaron celebrando un par de festines durante el trayecto. El primero de ellos a base de patatas cocidas con frijoles y mayonesa. El segundo, a base de puré y pollo en su jugo. Mientras comían, los niños no paraban de derramar salsa mientras se ponían perdidos de comida. Además, como comían con las manos, dejaban todo cuanto tocaban hecho un desastre. Entre el exceso de gente, la incomodidad de mi asiento y los sucios banquetes de mis acompañantes, empecé a estar bastante agobiado. Muy agobiado. Pero aún quedaba mucho trayecto.
La gente seguía entrando, y seguían acumulándose mercancías por todas partes. Llegó un punto en el que no cabía ni un alfiler. Los portaequipajes estaban llenos, los pasillos estaban inundados de gente y bajo los asientos se acumulaban objetos, verduras y hortalizas. De los techos colgaban bolsas de fruta, y había cosas incluso entre las piernas de los pasajeros, bloqueándolas y comprimiéndolas. En mi caso, unas raíces de mandioca me hacían cortes en las tibias cada vez que intentaba mover los pies para que circulara la sangre. Todo mi espacio vital estaba completamente ocupado.
Aquello era un espectáculo dantesco y surrealista de ver para creer. -¿Cómo podía caber tanta gente en un vagón?-me preguntaba. Pero aún y así, la gente seguía entrando y comprando cosas a cada parada. Y aunque pareciera que no cabía nada más, se las ingeniaban siempre para encontrar nuevos espacios y nuevas ubicaciones donde colocar sus nuevas adquisiciones. Empezó a oscurecer y mi agobio era tal que llegué a plantearme salir de allí con la mochila y hacer autostop hasta mi destino.
Ya de noche, la situación empezó a ser límite, aquello era como estar en una lata de sardinas. Estaba comprimido por todas partes, no tenía visibilidad alguna y había dos personas adicionales de pie encima de mi banco. Como no podía ver mi maleta desde mi posición opté por ponerme también de pie encima de mi banco, desde donde podía controlar mis pertenencias. En esa posición pasé las dos últimas horas de trayecto hasta que, alrededor de las 19h llegamos a nuestro destino: Nampula.
Salir de aquel tren fue una auténtica liberación.
Mi guía de viaje califica ese trayecto como una experiencia inolvidable (con billetes de clase superior, claro), y realmente terminó siendo algo que jamás olvidaré. Esa noche soñé con latas de sardinas.
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Una vez tuve una experiencia en un bus por Ecuador fueron tantas horas,tantas paradas que literalmente me paré y le dije a los de mi lado me bajo ahora. Como que se vuelve intolerable. Me calmaron,que en media hora llegaría.
Hola Omayra,
Pues sí, te entiendo perfectamente. De hecho, yo mismo estuve a punto de bajarme antes también. Cualquier cosa me parecía mejor que permanecer allí dentro. Y también me acabé quedando porque estábamos llegando, me dijeron.
En fin, espero no tener que tomar nunca más ese tren….
Un abrazo
Deberias haberle dado a la reina o rainha de la aldea del Monte Namulí 20 euros. Para nosotros es nada y para ellos mucho.
Sin duda habría estado más contenta Mari 😉
Sin embargo, fue mi guía quien negoció el precio, y fue más del doble de lo que les solían dar. Ya sabes que en los viajes, se puede pensar desde el punto de vista local, o desde el punto de vista del extranjero en cuanto a los precios. Yo suelo ponerme en un término medio.
¡Un abrazo!