En París pasé cerca de tres años que resultaron “inolvidables”, tanto para lo bueno como para lo malo. En el apartado “sobre mí” del blog expliqué brevemente cómo llegué a la ciudad de la luz y cómo fue globalmente mi experiencia. Podéis incluso ver un resumen en video de esta etapa pinchando aquí.
Para aquellos que seáis más curiosos y queráis profundizar más los detalles, anécdotas y experiencias más personales que viví durante esta etapa he redactado una serie de dos posts, éste y otro más que publicaré próximamente. Espero que os gusten…
Año I: Ilusionado en la triste banlieue (periferia) de París
Los inicios
Mi primer trabajo fue en un hospital de la periferia de París (Evry). Allí formé parte de un equipo multidisciplinar especializado en fisioterapia ortopédica y neurológica, aunque a nuestra llegada el servicio de rehabilitación ni siquiera estaba en funcionamiento. Fue nuestro equipo el encargado de ponerlo en marcha. Así pues, durante el primer mes realizamos los protocolos de tratamiento desde cero, hicimos los pedidos de material y configuramos el organigrama técnico.
La directora del hospital, la señora DuPont, siempre impecablemente vestida de forma clásica, repeinada con laca y adornada con unas llamativas gafas de pasta, decidió alojar el equipo de fisioterapeutas en una de sus casas. Gracias a ello viví 5 meses de forma gratuita en una gran mansión acompañado de otras 4 fisioterapeutas españolas de la clínica. Tengo unos recuerdos imborrables de aquella época. Las jornadas de trabajo se alternaban con cenas de grupo en las que discutíamos sobre nuestros pacientes y nos echábamos unas buenas risas antes de ir a dormir. Al estar a apenas 100 metros del hospital, aquella gran casa era, frecuentemente, el centro neurálgico de enormes barbacoas y fiestas donde a veces se reunía gran parte del equipo de rehabilitación.
Aquel ambiente festivo y distendido compensaba con creces la horrible ciudad de Evry, una pequeña urbe sin alma construida sin mucho sentido, pues no tenía un centro definido y carecía de bares, teatros u otras actividades lúdico-recreativas. Había sólo grandes extensiones de asfalto combinadas con otras grandes extensiones de hierba por las que las que apenas circulaba gente. Sólo había un gran centro comercial al que iba a hacer mis compras, un cine y gimnasio municipal. Encontrar este último fue una odisea y, al dar con él, resultó ser una especie de sótano sin ventilación, de aspecto lúgubre y con máquinas de la época de Schwarzenegger. Mis compañeros de sudores y lágrimas eran mayoritariamente de origen africano o magrebí, las razas que configuran mayoritariamente el paisaje racial de París y su extrarradio. A pesar de lo oscuro y tenebroso que resultaba el lugar, cuando uno llegaba, era costumbre saludar a cada atleta golpeando con tu puño los nudillos del puño del otro, una muestra de camaradería insólita hasta entonces para mí.
Un final prematuro
El buen ambiente que reinó en el trabajo durante los primeros meses se fue diluyendo como el azucarillo. Nuestra responsable, que en un principio había caído en gracia al equipo, empezó a ser tildada de irresponsable, desorganizada y poco profesional. Y se creó una especie de guerra de egos entre ella y las chicas del grupo, que se empeñaron en desacreditarla y, en algunos casos, incluso quitarle el puesto.
La tensión en el trabajo fue in crescendo con el paso de las semanas hasta que el malestar laboral empezó a hacerse notar en casa. Yo podía vivir sin problemas con algo de tensión en el trabajo, siempre y cuando se mantuviera el buen ambiente entre nosotros en la intimidad. Sin embargo, parecía que las chicas no opinaban lo mismo. Por otra parte, la señora DuPont nos comunicó, al cabo de 3 meses de llegar, que deberíamos dejar el lugar para buscarnos nuestro propio alojamiento. Al parecer, habían contratado un grupo enfermeras polacas que se debían instalarse allí. Todas ellas eran monjas, así que, casi de inmediato, empezaron a hacer obras en casa para ajustarla a sus necesidades religiosas, incluyendo la construcción de una pequeña capilla en el garaje.
La necesidad de buscar un nuevo alojamiento y el mal ambiente que se estaba cociendo en la clínica propició el éxodo progresivo de la práctica totalidad del equipo y, poco a poco, mis queridas compañeras se fueron yendo una tras otra. Mientras tanto, las obras en casa fueron avanzando hasta quedar convertida en un campo de batalla difícil de habitar. En ese punto decidí mudarme al centro de París. Encontrar un piso no fue tarea fácil pero, afortunadamente, encontré una habitación en un apartamento para dos personas en el barrio de Montparnasse. Los 500 euros que costaba eran una verdadera “ganga” para los precios que había en aquel momento.
El cambio de domicilio fue el principio del fin de mi primer trabajo. Ir a trabajar y volver a casa me suponía perder 3 horas al día entre autobuses y RER (trenes de cercanías de París) acompañado de gente malhumorada y caras tristes. El ritmo que llevaba era agotador, pues además del trabajo tenía que ir a Barcelona dos veces al mes para seguir dos formaciones, una en osteopatía y otra de acupresión. Por otro lado, me di cuenta que, para seguir creciendo profesionalmente, el trabajo de hospital se me quedaba corto. Necesitaba ejercer en una consulta privada para aplicar todas las técnicas que estaba aprendiendo con total libertad. Por todo ello decidí dejar el hospital de Evry y me fui 10 días de vacaciones a Grecia con mi compañera, Vicky. A la vuelta me estaba esperando un nuevo trabajo.

París. La ciudad de la luz.
Año II. Viviendo como un parisino más
Empecé mi segundo año en París lleno de ilusión y energía gracias a mi nuevo y flamante trabajo en una consulta privada. Tenía horarios flexibles y sólo trabajaba 3 días y medio por semana. Ello me permitía concentrarme en mis estudios de osteopatía y me facilitaba poder viajar una vez al mes a Barcelona o Londres, las dos ciudades donde mi escuela tenía sede. Además, el trabajo era más técnico y variado, lo cual me permitía aplicar todo lo que aprendía durante mis formaciones.
En el pequeño apartamento de Kalim, mi compañero de piso, me encontraba como en casa. No es que fuera un piso de lujo, en realidad estaba bastante sucio y destartalado por falta mantenimiento y el poco fervor que tenía mi amigo por la limpieza. Sin embargo, allí encontré la tranquilidad y la calma que necesitaba para rendir a fondo tanto a nivel laboral como académico. El único incordio que teníamos era aguantar la vecina de abajo, la señora Ermengilde.
Hablar de la señora Ermengilde me podría llevar un día entero. De forma resumida, podría decir que la mujer tenía una fuerte intolerancia a cualquier tipo de ruido o incordio y, por si no fuera poco, sufría una especie de fijación kármica con Kalim. Era adicta a llamar o subir al nuestro piso para quejarse por cualquier tontería y, cuando lo hacía, siempre lo amenazaba con quejarse al propietario del apartamento.
Kalim nació en aquel piso y cuando su madre falleció presa del cáncer, él siguió como arrendador del inmueble por un precio que variaba poco año a año. Por ello, el pobre Kalim siempre intentaba molestar lo mínimo a la vecina e intentábamos comportarnos lo mejor posible. De todas formas, éramos dos jóvenes bastante tranquilitos y poco propensos a armar fiestas en el piso, algo que tampoco hubiera sido posible a causa de aquella sabuesa. Pero aún y así, si un día invitábamos a un par de amigos a tomar algo, ésta no dudaba en subir ipso-facto a quejarse del exceso de movimiento. Si uno iba al baño o se duchaba a una hora “excesivamente” tardía, allí estaba la vecina llamando a Kalim por teléfono o dando golpes al techo con la escoba. Su fijación por Kalim era tal que, según me contó, llegó a quejarse del ruido que hacía la máquina de respiración artificial que mantuvo en vida a su madre durante sus últimos días. Cuando ya me hube ido de París, Kalim me contó que la señora acabo en el psiquiátrico desquiciada. De todos modos, aunque quizás fuera un caso extremo y puntual, su personalidad estaba totalmente alineada con la forma de ser de la gente de París.
«La fijación de la vecina por Kalim era tal, que se quejaba del ruido de la máquina que mantuvo a su madre con vida durante sus últimos días».
De los habitantes de París me sorprendieron dos cosas. Por un lado la cantidad de personas negras o magrebíes que allí vivían, tal y como comenté anteriormente. La segunda fue el carácter arisco y altivo de la gente. Recuerdo que me marché de Barcelona cansado de lo frías e inexpresivas que podían ser allí las personas. Tras los dos primeros años en París, cuando volvía a casa para realizar mis formaciones sentía que Barcelona era la mejor ciudad del mundo. En París resulta realmente difícil hacer amigos o encontrar gente con la que comunicarse de forma profunda. En las calles la gente no suele ser muy amable y los trayectos en transporte público resultan deprimentes por el ambiente que se percibe y las caras que lleva la gente. Es cierto que no me dediqué a salir demasiado ni hice demasiados esfuerzos por conocer a gente nueva, pero en ningún momento sentí que aquella ciudad fuera acogedora en modo alguno. Por mucho que se la llame la ciudad del amor o de la luz.
De hecho, en París abundan los días grises y la población hace gala de una especialidad muy característica: quejarse por todo. La gente siempre está inconforme y tiende a criticar cualquier cosa que se salga de aquello que considere óptimo. No en vano es el país donde se fraguó la famosa revolución francesa. Y no es casualidad que Francia sea uno de los países con menos horas laborables por semana, 35 horas, y más vacaciones anuales: 5 semanas al año o incluso más. “El que no llora no mama”, suelen decir. Esa tendencia se refleja claramente en las abundantes manifestaciones y huelgas que hay en la ciudad constantemente. Cada vez que me tocaba ir a España, es decir, cada mes, temblaba para que no hubiera huelga de aviones. Y si había suerte en ese sentido, tenía que rezar para que no hubiera huelga de trenes. Una vez llegué a perder un avión por quedarme atrapado en el tren a causa de una de ellas.
Durante mi etapa en París mi vida fue bastante simple: trabajaba entre 3 y 4 días a la semana y el resto del tiempo me dedicaba estudiar los contenidos impartidos durante mis formaciones de fin de semana. Por suerte, tampoco me olvidé de mantenerme en forma yendo regularmente al gimnasio. En cuanto a mi vida social, lo más divertido que solía hacer era jugar a cartas con los amigos de Kalim los viernes por la noche o quedar de forma puntual con mis amigas españolas de Evry. Mis otras actividades preferidas eran hacer salidas de patinaje en línea por la ciudad, ir al cine o ir a tomar un crêpe los sábados por la noche. Tenía que aprovechar que vivía en el barrio bretón, famoso por este tipo de especialidad culinaria.
«En París abundan los días grises y las personas de caracter arisco y altivo»
Y así pasó un año. Un año bastante pobre a nivel social y de relaciones personales, a las que no dediqué demasiado tiempo. Vicky, por ejemplo, mi compañera y mejor amiga del momento, vivía en Barcelona y, cuando iba a España, apenas tenía tiempo para disfrutar de su compañía. Por suerte, ella también venía ocasionalmente a visitarme a París. Sin embargo, fue un año muy productivo a nivel académico y profesional. Empezaba a sentirme cómodo como terapeuta en el ámbito privado e iba progresando de forma significativa en mis estudios. Además, mi economía, muy maltrecha cuando me fui de España, se había recuperado y, sin estar boyante, se encontraba mejor que nunca.
En Septiembre, un año después de haber comenzado mi nuevo trabajo, sentí que me hacía falta un nuevo cambio de aires y, al poco de empezar a buscar, encontré una muy buena oferta de trabajo. Si la aceptaba, pasaría de trabajar en Levalois, una ciudad acomodada de la periferia de París, a trabajar en Rueil Malmaison, otra ciudad aún más acomodada si cabe. El gerente de la consulta, Pierre, conectó rápidamente conmigo y, además, estaba buscando alguien con un perfil parecido al mío: un joven dinámico, con conocimientos en osteopatía y dispuesto a participar en las diferentes actividades que ofrecía su centro.
Sin pensarlo dejé la consulta de Levalois, aunque antes de empezar en mi nuevo puesto, decidí tomar 6 semanas de vaciones, que aproveché para viajar con Vicky por Vietnam y Cambodja…
Continuará…
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