Madagascar fue el primer país que visité durante los 3 meses que estuve viajando en solitario por África. Y, sin duda, fue uno de los países de los que mejores recuerdos me llevo, pues allí viví grandes experiencias. Recorrer la costa de la vainilla fue una de ellas.
Tras pasar 7 meses trabajando en la isla de Mayotte, tomé un vuelo hasta Diego Suárez, justo en la punta norte de Madagascar. Allí fue donde conocí a Guy, un viajero israelí con quien compartí gran parte de mi ruta por el país.
La primera semana estuvimos explorando el norte, donde tuvimos la ocasión de visitar los famosos tsingys, admirar baobabs milenarios, ver camaleones de todos los tamaños y avistar varias especies endémicas de lémur. Quedamos sorprendidos por la gran cantidad de animales, plantas y formaciones geológicas únicas que había en aquel vasto país.

Izquierda: el Lémur sportif vive en los troncos de los árboles. Derecha: Camaleón adaptándose a la tierra roja
Cuando llegamos a Ambilové, a unos cientos de kilómetros al sur de Diego Suárez, tuvimos que tomar una importante decisión: seguir descendiendo por la costa este o hacer lo propio por la costa oeste. La costa oeste es más relajada, tranquila y turística, mientras que la costa este, conocida como “costa de la vainilla”, es una región salvaje, aislada y poco turística donde viajar es lento, complicado y, en definitiva, un verdadero reto. O eso ponía en mi guía.
Tomamos la segunda opción para poder comprobarlo.
A pie: trekking entre las aldeas del Madagascar profundo
Llegar hasta las pequeñas aldeas costeras de Sambava y Antalaha no resultó demasiado complicado. Había simplemente que armarse de paciencia y estar dispuesto a viajar junto a 25 personas más en pequeños todoterrenos por carreteras repletas de baches. Y también había que estar dispuesto a dormir en cuchitriles cuando llegabas a un pueblo de noche y en lugar de un hostal te ofrecían un colchón sucio en una despensa de vainilla.
No obstante, a partir de Antalaha la cosa empezó a complicarse, ya que la carretera terminaba justo allí, y con ella, todo rastro de civilización. Además, sin siquiera saberlo, acabábamos de sacar dinero en el último cajero que había hasta la isla de Sainte Marie, situada a 10 o 12 días de viaje.
Pero el dilema más inmediato era ¿cómo continuar el viaje?
Había básicamente tres formas de llegar a Maroanatsetra, el pueblo más cercano, a más de 80km de allí: tomando un caro avión, en un barco mercante o realizando un trekking de varios días. Guy tenía claro que no quería caminar ni gastarse mucho dinero, así que sólo le quedaba la opción de encontrar un barco mercante. En mi caso, la opción prioritaria era hacer un trekking, así que decidimos separar nuestros caminos en ese punto y dejar al universo la posibilidad de reencontrarnos más adelante.

Mi ruta por la costa de la Vainilla, una intensa aventura a pie, en barco y bicicleta
En Antalaha, me dirigí a la oficina del ANGAP, donde se puede contratar un guía para realizar un trekking hasta Maroanatsetra. Al llegar me propusieron como guía a Theo, un pequeño malgache treintañero que, tras la llamada del responsable, se presentó a los pocos minutos para explicarme las diferentes opciones que había sobre la mesa.
De las tres rutas posibles, elegí una de cuatro días que trascurría entre las diferentes aldeas que había por el camino. De esta forma evitaba pasar por la selva y no hacía falta llevar porteadores, material de cocina ni tienda de campaña. El precio de la actividad, con todo incluido, ascendió al equivalente a 70 euros. Por su parte, Guy, que había ido al puerto aquel mismo día, había encontrado un barco mercante que rodeaba la península de Masoala y que le llevaría al mismo destino en apenas 24 horas.
Mis siguientes días transcurrieron a través de una de las zonas más aisladas del país. Los pueblecitos que había por el camino estaban formados por chozas de paja, madera y barro, y cada vez que llegábamos a uno de ellos, me convertía en la estrella del día. Los niños se quedaban alucinados ante la presencia de un forastero de piel blanca y no dudaban en rodearme y pedirme fotografías. A cada nuevo flash estallaban gritos de júbilo, y cuando enseñaba el resultado a través de la pantalla las expresiones de admiración se hacían oír por todo el pueblo.
Habitualmente, llegábamos a la última aldea del día antes de la puesta del sol, el momento ideal para tomarnos un baño. Como no había electricidad ni agua corriente, el río hacía las funciones de ducha, mientras que nuestra lámpara frontal solía convertirse en la única fuente de luz disponible. Siempre encontramos alguna familia que se prestó a acogernos, prepararnos algo para cenar y ofrecernos una cama en la que dormir a cambio de una pequeña contribución de 1 o 2 euros.

Izquierda: aldea malgache. Derecha: los niños de Madagascar, siempre curiosos y sonrientes
En barco mercante
Al final de mi cuarto día de trekking, dejamos atrás la última aldea y llegamos a una inmensa playa donde desembocaba un río. Allí, un par de tipos nos ofrecieron remontarnos en una barcaza hasta Maroanatsetra, donde me reencontré con Guy, que llevaba un par de días en el pueblo esperando mi llegada.
Al día siguiente, tomamos otra de nuestras delirantes decisiones: ir hasta la isla de Saint-Marie, a unos 200km de nuestra posición, en bicicleta. Al parecer, la carretera que lleva hasta la población donde queríamos llegar (Manompana) están en un estado tan deplorable que no existe transporte terrestre. Así pues, preferimos aventurarnos en bicicleta antes que buscar un barco mercante que aceptara llevarnos.
En búsqueda y captura de una bicicleta decente
Nuestro siguiente paso fue buscar una bicicleta con la que realizar la ruta, lo cual nos llevó dos días completos. El primer día acudimos a una tienda de bicis, donde elegimos un par de modelos tras un buen rato comparando precios y características. Sin embargo, antes de comprarlas acordamos con el responsable que nos las pondría a punto y podríamos probarlas. El hombre nos dijo que fuéramos a comer y volviéramos unas horas más tarde. A nuestro regreso, nos encontramos con tres o cuatro chicos desmontando las bicis, engrasándolas y poniéndolas a punto, pero cuando terminaron y pudimos probarlas vimos que había fallos por todas partes: los frenos estaban flojos, el cambio de platos no funcionaba, la cadena se salía, el sillín se movía…y un sinfín de problemas que los chavales intentaban reparar sobre la marcha. Tras casi dos horas de ajustes y de nuevos problemas que iban surgiendo, decidí no comprar mi bici a pesar de que Guy está medianamente conforme con la suya. Mi decisión hizo que Guy desistiera también de comprar su bicicleta, lo cual enfureció considerablemente al propietario de la tienda, que había pagado de su bolsillo los servicios de aquellos chicos. Sin embargo, sabía que con aquellos cacharros no íbamos a llegar a nuestro destino ni en sueños.
Al día siguiente nos dirigimos a un mayorista que también vendía bicicletas, y enseguida encontramos un par de modelos que nos convencieron. De nuevo, acordamos con el responsable que antes de comprarlas vendría alguien (“-los mejores especialistas”-dijo) a ponerlas a punto. Efectivamente, al cabo de un rato llegó una tropa de cuatro o cinco chavales a hacer el trabajo. ¡Eran los mismos de ayer!, así que, vistos quiénes eran “los mejores especialistas” decidimos ocuparnos nosotros mismos de la puesta a punto. Les di 2.000 arriary (60 céntimos) a los chicos para compensarles por el desplazamiento y nos fuimos.
Ya con las bicis en nuestro haber (60 euros cada una), empezamos un tour por el pueblo para comprar todas las herramientas y recambios necesarios. Nos hicimos con cámaras de aire, parches, pegamento, una mancha, dos juegos de llaves, destornilladores y alguna cosa más. En total nos gastamos el equivalente a 10 euros. Luego, una vez con las herramientas en mano, pasamos alrededor de una hora ajustando los tornillos, regulando los asientos y modificando los frenos.

Tras dos días de negociaciones y arreglos conseguí una bici mínimamente equipada
Seguidamente, fuimos a un carpintero para que nos construyera unas planchas de madera para transportar el equipaje en la parte posterior de la bicicleta. Guy, a quien le entraron repentinamente las prisas, le insistió en que terminase antes de las 14h, pues quería llegar a la próxima población, a unos 20km, antes del anochecer. Luego fuimos a un mecánico para que engrasara y revisara los frenos y, de nuevo, Guy estuvo presionándole para que terminara cuanto antes. De hecho, se puso tan pesado que acabé diciéndole que no me pensaba ir hasta el día siguiente y así poder hacer las cosas con calma.
El chaval tuvo que tragar bilis, pues se dio cuenta que ya no podíamos separarnos. Primero porque debíamos compartir el material de mantenimiento para las bicis que acabábamos de comprar. Segundo porque él no tenía un duro y apenas nos quedaban 60 euros en metálico entre los dos para llegar a la isla de Sainte Marie, donde había los cajeros automáticos más cercanos. Así pues, deberíamos compartir el dinero que nos quedaba y ajustar los gastos al máximo durante los aproximadamente cuatro días que tardaríamos en llegar a nuestro destino.
Finalmente Guy se calmó y pasamos la tarde tranquilamente comprando comida para el día siguiente y tomando una rica cena en un restaurante, donde fuimos considerados héroes o locos por los locales: algunos se reían y otros se escandalizaban mientras daban por seguro que jamás llegaríamos sobre dos ruedas a la Isla de Saint Marie. Mientras tanto Guy me decía: “Cuánto peor me hablan de esta carretera más ganas tengo de recorrerla en bici”
Súbito cambio de planes: barco mercante hasta Mananara
Durante la madrugada estuve oyendo a Guy ducharse, moverse y manipular las bicicletas varias veces. Más tarde, cuando me desperté, alrededor de las 7h, me dijo que había estado en el puerto y había encontrado un barco mercante que salía hacia Mananara al mediodía. Sin duda, tomar ese transporte nos ahorraría tiempo y dinero para llegar Saint-Marie, así que decidimos intentarlo.
Cuando llegamos al puerto, el capitán del barco, de unos 14m de eslora, nos dijo que podíamos ir con él, pero a cambio deberíamos pagarle unos 7,5 euros, un precio más alto de lo normal, por el hecho de llevar bicicletas. Nos pareció un dineral, máxime teniendo en cuenta que, entre los dos, ya sólo nos quedaban 50 euros en metálico. Aún y así aceptamos.
El bote debía salir a las 11h pero nos dijeron que tardarían un par de horas más al tener que cargar las bodegas con sal. Al final, tardaron cuatro horas, y cargaron el barco hasta los topes, incluyendo la cubierta, que quedó llena de sillas y sofás

El “cómodo” barco mercante que me llevó hasta Mananara
A las 15h zarpamos hacia la cercana isla de Nosy Mangabé, donde esperamos hasta que sol se puso y la marea fue la adecuada para la navegación. Pasé el tiempo sentado en uno de los canapés de la cubierta hasta que, en un momento dado, fui a preguntarle al capitán dónde estaba nuestra suite y qué había para comer. Tras una sonora carcajada me dijo que uno de nosotros podía dormir en su diminuto colchón porque él estaría en el timón, y que de comer no había nada de nada. Por suerte, accedió a prestarnos sus cacharros de cocina, con los que pude hervir unos macarrones en la parte trasera del barco.
Después de cenar me fui a dormir hasta aproximadamente la 1h de la madrugada, momento en que cedí a Guy mi pequeño colchón hasta la llegada a Mananara, prevista para las 6h de la mañana. Los camarotes, con cuatro camas, estaban ocupados, lo mismo que el suelo de los pasillos, donde dormía el resto de pasajeros. Por tanto, no tuve más remedio que pasar lo que quedaba de noche sentado en la parte trasera del barco escuchando música e inmerso en mis pensamientos. Eso sí, me tuve equipar con mis guantes, mi gorro y el paravientos, ya que las temperaturas bajaron considerablemente durante la madrugada.
En bicicleta por la peor carretera del mundo
Una vez en Mananara, decidimos pasar un día entero realizando algunas visitas turísticas y preparándonos para la última parte del trayecto, esta vez sobre dos ruedas. A pesar de las advertencias de la guía y de la gente del país sobre el estado de la carretera, estábamos ansiosos por comenzar la ruta. Guy, con su arrogancia habitual, se burlaba de tanto catastrofismo y me decía: “¿Cómo puede ser que una carretera lleve tanto tiempo en ser recorrida? No son más que exageraciones. Recorreremos los 85 kilómetros que quedan hasta Manompana fácilmente”. ¿Seguro?
Infierno sobre ruedas y sopa de murciélago
Empezamos a pedalear eufóricos a las 6h de la mañana tras un ligero desayuno a base de fruta tropical, pero a los quince minutos de salir Guy pinchó la rueda delantera. Parada técnica de unos cuarenta minutos y, al ser incapaces de poner bien un parche, tuvimos que cambiar la cámara de aire entera. Seguimos avanzando y la carretera empezó a ponerse fea. Por si fuera poco a Guy se le bajaba el sillín, así tuvimos que parar otra media hora hasta que conseguimos solucionar el problema.
Un par de kilómetros más tarde la carretera ya no era fea sino terrorífica: había multitud de baches, rocas, barro y constantes pendientes de subida y bajada. Tanto era así que no quedó otra opción que bajar y caminar al lado de nuestras frágiles bicicletas, que eran las que cargaban el equipaje en la parte trasera. Al poco, fue la fijación del portaequipajes de Guy la que se rompió. Durante la parada técnica, a mi colega se le fue la mano y acabo con el destornillador metido en el ojo aunque, afortunadamente, el arañazo que recibió su córnea no le impidió seguir la ruta. Pero la mala suerte había decidido cebarse con él y, unos kilómetros más adelante, pinchó una rueda. Esta vez ya no teníamos más cámaras de recambio, así que tuvo que seguir con la rueda pinchada.
Eran cerca de las 13h y habíamos recorrido unos 23 kilómetros, a una media de 3km por hora. Sahasoa, nuestro destino final del día quedaba aún lejos (10km) y, aunque la carretera era horrible, la belleza de la región era inigualable: bosque tropical en algunas ocasiones, pasos por aldeas malgaches en otras y muchas playas de arena blanca, islotes y arrecife de coral. Cuántas veces tuvimos ganas de parar y darnos un chapuzón…pero los planes no estaban saliendo según lo previsto. Además, empezábamos a estar cansados, teníamos sed y hambre, y debíamos llegar a nuestro destino antes del anochecer.

La peor carretera del mundo (Maroanatsetra-Manompana) tiene también los mejores paisajes del mundo
Finalmente, alrededor de las 17h llegamos a la aldea de Sahasoa, donde pasamos la noche en una modesta pensión sin electricidad que, por lo menos, era barata (1,5 euros por un bungalow doble). Allí pudimos comparar cámaras de aire para la rueda de Guy, que estaba dañada por haber rodado demasiado tiempo pinchada, y nos dimos un baño en la espectacular playa del pueblo.
La nota curiosa del día fue la cena, que consistió en un guisado de murciélago con arroz y frijoles, un manjar inaudito para mí hasta el momento. La verdad es que me supo bastante mal: era gelatinoso y tenía muy poca carne, probablemente porque me tocó el ala.
Misión cumplida tras 52 kilómetros más de obstáculos
Salimos de Sarasoha al alba. El desafío del día no era sólo recorrer los 52 kilómetros que nos separaban de nuestro destino sino saber si nuestras bicicletas iban a aguantarlos. La respuesta llegó al poco de salir, cuando mi portaequipajes se rompió de forma irreversible y tuve que llevar mi mochila a cuestas el resto del día. A los pocos minutos, uno de los neumáticos de Guy también se rompió. Acabábamos de salir y ya estábamos hechos un cromo, yo con la mochila a cuestas y Guy con la moral por los suelos (y un parche en el ojo que protegía su córnea del accidente que había sufrido el día anterior. Parecía un pirata).
Tras cuatro horas de esfuerzo, llegamos a la aldea de Antanambé, a 16 km de nuestro punto de partida, donde compramos agua, un refresco y galletas. Los niños nos rodearon y se divertían observándonos o posando para las fotos. Y como era habitual, al mostrarles las imágenes, estallaba siempre un sonoro grito de júbilo.
Antes de retomar la marcha pudimos comprar algo de comida y reparar la rueda de Guy. Eran las 11h y aún nos quedaban 40km por delante. Por suerte, a partir de ese momento, el estado de la carretera cambió de forma radical y pasamos de fuertes pendientes, baches, piedras y barro a un terreno llano y arenoso. Las nuevas condiciones dificultaban también el avance, pues la arena bloqueaba las ruedas o las hacía patinar, pero en comparación con lo que habíamos tenido anteriormente, aquello era como una bendición. Nuestra velocidad media pasó de 3km/h a unos 7km/h.
Sin embargo, la alegría no duró mucho y, al poco, me di cuenta que mi neumático trasero estaba pinchado. Lo malo era que no teníamos más cámaras de aire de repuesto. Afortunadamente, unos minutos más tarde pasó un 4×4. El conductor paró y tuvo la amabilidad de llevarme hasta una aislada tiendecilla que vendía cámaras de aire. Hice la compra y volví hacia atrás a pie. Hacer la reparación me llevó cerca de una hora. Entonces eran las 14h y nos quedaban aún unos 25km por recorrer.
A pesar del exceso de arena de la carretera, el siguiente tramo siguió en buen estado. Pero la cosa no podía ser tan fácil y, efectivamente, nuevos obstáculos iban a presentarse: los ríos. Tuvimos que sortear tres. El primero pudimos pasarlo rápidamente con la ayuda de una piragua. El segundo, más caudaloso, tuvimos que cruzarlo a través de una plataforma metálica que, atada a una cuerda, requería de la tracción coordinada de los pasajeros para poder avanzar. El tercero, todavía más ancho que los anteriores, nos obligó a contratar una pequeña embarcación con dos remeros para llegar al otro lado de la orilla. Y por si todo eso no fuera poco, entre el segundo y tercer río volví pinchar el neumático trasero. ¡Realmente no era mi día! Por suerte, empezaba a tener práctica y pude hacer la reparación en menos de quince minutos.

Izquierda: estofado de murciélago. Derecha: cruzando unos de los ríos en el camino
Finalmente, tras cruzar el tercer río, sólo quedaban 8km más hasta Manompana, donde llegamos de noche con la ayuda de nuestras lámparas frontales. Estábamos cansados, hambrientos y teníamos muy poco dinero. Por suerte, en el restaurante donde cenamos conocimos un grupo de franceses que vivían allí. Los chicos, muy amables, nos consiguieron un Bungalow para pasar la noche por apenas 1,5 euros y se ofrecieron a prestarnos dinero para llegar a la isla Sainte Marie.
Dos días más tarde, tomábamos una pequeña barcaza hacia nuestro destino, donde pudimos sacar dinero y continuar nuestro viaje de forma más tranquila tras 12 intensos días de aventuras. Había sido duro, pero a la vez muy gratificante y, sin duda, una experiencia que quedaría grabada por siempre en nuestra memoria.
Adrenalina hasta arriba, la sentí yo mientras leía…Gracias por compartirlo!
De Nada Julieta! Me alegro de que te haya gustado! Un abrazo!